Título: Experimento con un pájaro en una pompa de aire.
Autor: Joseph Wright of Derby (inglés. n. 1734. m. 1797)
Fecha de composición: 1768.
Dimensiones: 182 x 243 cm.
Técnica: Óleo sobre lienzo.
Residencia: National Gallery, Londres.
Este cuadro de Wright es uno de los más impresionantes que conozco. Tuve el privilegio de verlo “en vivo” en Londres. Todo lo que diga al respecto será poco. Hay que verlo; hay que enfrentarlo; hay que dejarse arrastrar por la experiencia estética.
Este cuadro es mucho más de lo que parece. Además de ser una obra técnicamente perfecta, constituye un compendio de filosofía en donde convergen el espíritu empirista inglés, el racionalismo continental y la teología meridional, todo en un contexto gótico-romántico que exalta la oscuridad y la luz. Parece increíble que todo esto conviva en una sola obra.
Es una tarea imposible dar cuenta de todos los elementos de este cuadro en unas breves líneas, de modo que me limitaré a subrayar sólo algunos aspectos.
Empecemos con el personaje principal: el filósofo natural, denominación que recibían los científicos hasta finales del siglo XVIII. El filósofo toma el papel del Creador, y se erige como el Padre omnipotente que todo lo puede: es el científico como imagen y semejanza de Dios. A través de la ciencia es capaz de revelar los secretos del cosmos y determinar la vida y la muerte. Observen cómo en sus manos una máquina es manipulada. Se trata de una bomba de aire que es capaz de producir el vacío, inventada por el científico alemán Guericke un siglo antes. En la pompa yace un ave a punto de morir, pues el aire ha sido extraído por la máquina. Pero el filósofo tiene en sus manos el poder de la vida: si libera la válvula que sostiene en la mano izquierda, el ave vivirá. ¿Qué reacciones suscita tan terrible poder?
Hay un niño junto a la ventana, en la esquina derecha del cuadro, que se dispone a bajar la jaula. El niño sabe que el ave vivirá, y por eso baja la jaula, para guardar al animal. La salvación es inminente. Pero hay dos niñas compungidas. Una de plano llora y la otra observa al ave con una mueca de espanto. Se abrazan aterrorizadas, y su padre las consuela. Se trata del consuelo de la razón, que ante el sentimiento deviene impotente. Parece que el pintor nos dice: “la razón nada consuela, a pesar de que todo lo puede”; y el padre muestra una expresión en el rostro, como si dijese: “hija mía, todo tiene una explicación...” Pero las niñas no entienden de razones. Representan, quizá, el espíritu romántico que se siente desvalido ante la naturaleza, y olvidado por el dios que habitó Europa durante siglos.
Hay un hombre canoso, a la derecha, que observa embelesado un recipiente en el centro de la mesa. Ahí se puede observar un cráneo humano. Justo detrás del cráneo hay una vela, principal fuente luminosa de la composición. El hombre parece meditar sobre la muerte. La luz detrás de la vela parece simbolizar a la razón, verdadera fuente de todo conocimiento, que mora más allá de todo prejuicio o creencia. Este hombre no observa el experimento del filósofo, como si la ciencia no le dijese nada. Por el contrario, se desentiende del experimento, en una reacción que revela sus convicciones sobre las limitaciones de la ciencia y el progreso. Este hombre bien podría representar a los filósofos continentales, especialmente los alemanes.
Hay otro hombre, sentado a la izquierda. Este hombre parece sereno. Observa el experimento con interés, pero sin entusiasmo, como si fuese la cosa más natural y obvia. Un verdadero scholar inglés, diríamos. Su mirada podría estar reprochando los consuelos racionalistas del padre hacia sus hijas. Quizá este hombre está interpretando el papel escéptico y sarcástico de Hume. Atrás de él hay un niño que observa con fascinación la pompa de aire. Es el joven científico llamado a sustituir algún día al viejo filósofo. Aunque Darwin no había nacido en aquellos días, este niño admirado me remite a él. No es coincidencia que Erasmo Darwin, abuelo de Charles, se maravillara ante este cuadro y dijera: “hay que alistar a la imaginación bajo el estandarte de la ciencia”, desiderátum que, desde luego, se vio realizado en su prodigioso nieto. El mismo Charles fue un ferviente admirador de esta obra.
Finalmente, hay dos personajes más: se trata de dos amantes. Ellos se regocijan contemplándose uno al otro. Para ellos nada importa la ciencia, ni la filosofía, ni las meditaciones sobre la vida y la muerte; el universo de los amantes se circunscribe a los dominios del amor. (Por cierto, la chica me recuerda un poco el rostro de Keanu Reeves).
La verdadera luz, parece decirnos el pintor, no está en el cielo, sino aquí, en la ciencia. Y por eso la luna aparece tímida. La principal fuente de luz es la vela detrás del cráneo. Se contrapone así, y de algún modo se resuelve, la tensión entre el dogma, representado por la luna, y la razón, representada por la luz.
Un cuadro maravilloso. Ojalá sean tan afortunados como un servidor, para vivir en carne propia la maravillosa experiencia estética que ofrece esta inmortal creación.
Reciban todos un abrazo.
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