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lunes, 8 de marzo de 2010

Levántate, vámonos

Este cuento es una recreación libre del pasaje que aparece en el Libro de los Jueces, capítulo 19. Fue publicado en la revista Estudios del ITAM. Espero lo disfruten. La ilustración es un cuadro del pintor colombiano Epifanio Garay que lleva por título "El Levita de Efraín".
Por Venus Rex. Derechos Reservados

de infamias, amigo mío, pero esta sobrepasa toda consideración. El levita de Efraín sólo dijo: “levántate, vámonos.” Acto seguido, descuartizó a su mujer y diseminó sus miembros por todos los rumbos. Conozco la sangre fría, he visto cosas horribles durante mi vida, pero este levita rompe todos los esquemas. ¿Sientes repugnancia? Sabes, la cosa no es para menos. Uno se pregunta cómo puede caber tanta maldad en una cabeza y, más aún, cómo es posible invocar a favor de la justicia actos tan brutales. ¿Será que la justicia es ciega? ¿Tan ciega, sorda y muda como el Dios? Sí, entiendo que no es lícito culpar a Dios de nuestras faltas. En ocasiones los creyentes utilizan esta máxima como si se tratara de un riguroso argumento, pero las más de las veces dejan el devenir del mundo en manos de Dios. Sea su voluntad, dicen. Sin duda tiene más culpa el levita que los violadores; el Señor, alabado sea, nada tiene que ver con esto. Lo que no se entiende, querido amigo, es cómo actos tan infames forman parte de planes tan divinos. Puede que el hombre sea malvado por el efecto del pecado original, y que por esta razón desvíe su camino. Concedo también, según postulan los creyentes, que matar sólo es pecado si la víctima es un inocente. Ahora bien, ¿cómo cabe la muerte de un inocente en los planes de Dios? Pensemos en los niños asesinados de Judea o en los primogénitos de Egipto. ¿Será, como dice san Agustín, que Dios, sin ser origen del mal, puede permitirlo si de ello obtiene un bien? Dicho en términos más simples, ¿no hay mal que por bien no venga? ¿Alguien es capaz de revelarnos el misterio? ¿Quién podrá explicar esta y otras muertes de inocentes? No faltará, entre las filas de los grandes dogmáticos, quien se atribuya el poder de comprender lo incomprensible, de entender con finita inteligencia lo que resulta absurdo en grado infinito; en suma, de hablar por Dios. Si pensabas que Dios no era mudo, ahora que descubres la necesidad de que alguien hable por él, ¿te das cuenta de la incongruencia? Aquí hay gato encerrado. Por mi parte, prefiero el salto al vacío.
Hace mucho tiempo tuvieron lugar los horribles acontecimientos que ahora te comento. Un levita había tomado por mujer a una joven de Belén. Pensarás que los levitas no son cualquiera cosa, pues, entre las tribus, la de Leví tiene una misión sagrada, y uno no puede ni debe tomarse las cosas sagradas a la ligera. Tienes toda la razón. Además, todos conocemos los poderes de Dios. De acuerdo, todos sabemos, si lo prefieres, lo que son capaces de hacer los hombres que hablan por Dios. ¿Mejor? Mucho antes de estos hechos, Leví, fundador de la dinastía (si así se le puede llamar a la tribu) y Simeón, su hermano, dieron muestras de excelsa justicia cuando asesinaron al violador de Dina. Como ves, la tradición justiciera entre los levitas no era ninguna novedad. El viejo Jacob se lamentó, pero nuestros impetuosos chicos replicaron: “Eso no se hace”. Hasta aquí, el dúo dinámico va ganando todas nuestras simpatías. No obstante, cabría preguntar qué quisieron decir Simeón y Leví con la frase “eso no se hace”; qué significa “eso”. Ya sé, cualquier persona normal tiene la capacidad natural para discernir el bien y el mal, pero mi cuestionamiento no es tan elevado como crees. No me refiero a un tópico de ética general, sino a una cuestión concreta. Leví y Simeón expresaron su indignación con la frase “eso no se hace”. Pues bien, ¿qué es “eso” que no debió ni debe hacerse? Andar por ahí violando a las hijas de los vecinos, diría cualquier hombre sensato a propósito de esta historia. No. La ofensa residía en el deshonor que implicaba el que un hombre incircunciso se uniera a una mujer perteneciente a una familia de circuncisos. Los excedentes de piel, no es necesario mencionarlo, siempre han sido un terrible problema para la humanidad. La verdad de las cosas es que el agresor, Siquén, hijo del rey Jamor, se había prendado de la muchacha y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de obtenerla por mujer, de modo que accedió sin mayores complicaciones a cumplir la extraña petición de los hijos de Jacob. No solo él y Jamor, sino además sus súbditos, se circundarían para formar con la casa de Israel un solo pueblo. El arreglo parecía razonable. Después de todo, el joven violador estaba enamorado de Dina. ¿Qué más se podía hacer? Es mejor un buen arreglo que un mal pleito, ¿no crees?
Pero Leví y Simeón pensaron otra cosa. Es muy fácil confundir la justicia con la venganza. Todos los humanos hemos tenido esta dificultad en algún momento de nuestras vidas. ¿Quién puede decirse victorioso? En fin, aprovechándose de que todos los hombres de Siquén convalecían y sufrían los dolores de la circuncisión, Simeón y Leví irrumpieron en la ciudad y no dejaron vivo a un solo varón. El pillaje y los destrozos nada tuvieron que ver con la justicia. “¿Es que iban a tratar a nuestra hermana como una prostituta?”, respondieron a las amonestaciones paternas. Pero dejemos a un lado a Leví y a Simeón. De ellos ya hemos tenido suficiente.
Un levita se había instalado en los alrededores de la montaña de Efraín y, anticipándose a las palabras que mucho tiempo después diría el de Tarso (“No obstante, digo a los solteros y a las viudas: Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse...”), tomó por mujer a una muchacha de Judá. No sabemos si esta mujer era hermosa, ni si sus pechos blancos y suaves estaban coronados por pezones que harían pecar al más santo, o si su cuerpo húmedo y frágil emulaba la perfección de la creación, ni mucho menos si sus ojos castaños, quizá verdes, eran la ventana hacia lo Infinito. Menos aún sabemos de su pubis, el cual será hasta el fin de los tiempos un dulce y perfumado misterio. Así las cosas, no tenemos otra opción que dejar libre nuestra imaginación. Eso sí, hay que suponer razonablemente que esta mujer de Judá era bella, lo suficiente como para cambiar las costumbres y volver locos a unos cuantos. Y eso ya es bastante.
Quién iba pensar que una desavenencia doméstica, de la cual no tenemos noticia, sería el preámbulo de la desgracia. No que fuese la causa, pues sabemos que la simple antelación de un suceso no necesariamente constituye la causa de un segundo fenómeno. Todos sabemos que el día antecede a la noche, y no por ello decimos que el primero sea causa de la segunda. El desacuerdo entre el levita y la mujer únicamente constituye el principio. La causa de la tragedia hemos de buscarla en otro sitio. En lo que se me ocurre algo no puedo evitar mirar hacia las estrellas. La noche es fría y majestuosa. Es el manto de Dios. Ahora bien, dudo que una estrella haya tenido algo que ver con todo esto. Tienes razón, no en llamarme sarcástico, sino en subrayar la conveniencia de precisar los hechos antes que indagar sus causas. Ojalá los filósofos y los teólogos tuvieran esto muy claro. Por algún motivo que ahora no interesa, decía, la mujer se enemistó con el marido, o, si lo prefieres, el marido se enemistó con la mujer. En todo caso, la mujer regresó con su padre, a Belén. No sé si ya mencioné que la casa de Judá es la casa del Mesías. Tal vez no, pero tienes razón, el Mesías no viene al caso en este momento. Sea lo que sea, el desacuerdo entre el levita y su mujer debió haber sido grande, tanto como para que ella permaneciese en casa del padre por cuatro meses. Ahora bien, los confines de la montaña de Efraín no se caracterizan por la abundancia de mujeres, de modo que resulta razonable pensar que el levita, más temprano que tarde, debió ceder a las exigencias del cuerpo. Pablo tenía razón, ¿no crees? ¿Qué podía hacer? No Pablo, ¡por Dios!, me refiero al levita. Exacto. Ir por su mujer, o, como dicen algunos, ir a por su mujer. En fin, cuando el levita llegó a Belén, su suegro estaba feliz. Eran otros tiempos. Una mujer devuelta no era ninguna honra, además las cosas no estaban como para sufragar más gastos. El suegro congratulado invitó al yerno a permanecer en Belén unos días, pero el levita no pareció muy complacido con la idea. ¿Por qué? Podemos suponer, en el mejor de los escenarios, que sus quehaceres en la montaña de Efraín no admitían demora, o, en el peor, que le resultaba difícil unirse a su mujer en una casa que propiamente carecía de habitaciones. Uno, dos, tres días, fueron tiempo más que suficiente. El levita estaba desesperado. Cada día el suegro insistía, y cada día el yerno buscaba pretextos para escapar, hasta que no pudo más. La madrugada del quinto día el levita y su mujer estaban listos para partir, pero el suegro de nuevo se los impidió y se buscó la manera de que la pareja permaneciera hasta bien entrada la tarde. Entonces la paciencia del levita se esfumó y partió a la caída del sol sin hacer consideraciones sobre los riesgos que correrían. Si hubiera sabido lo que le esperaba, se habría quedado a vivir con su suegro. Sabes, la visión del futuro sólo es posible para un ser que está fuera del tiempo, y nosotros, simples mortales, no somos más que entes históricos. El levita, su mujer, un criado y dos asnos. Esta era la caravana que emprendió el viaje. Pronto las tinieblas los envolverían.
Los viajeros llegaron hasta Jebús. A pesar de los ruegos del criado, el levita no quiso buscar refugio en la ciudad, pues desconfiaba de los extranjeros. Seguirían hasta Guibeá, donde, alabado sea el Señor, encontrarían posada. Después de muchas vicisitudes y contratiempos, por fin llegaron a la ciudad. Se acercaron a la plaza pero, dada la hora, no encontraron a nadie que pudiera ofrecerles alojamiento. Habiendo perdido toda esperanza, el levita se dispuso a pasar la noche en la plaza, en medio del frío y la ventisca. Por fortuna, así lo creyó, Dios no lo iba a dejar desamparado. Al poco tiempo llegó un anciano. Tras las debidas presentaciones y formalidades, ofreció refugio a los viajeros y los condujo hasta su casa, a las afueras de Guibeá. Los asnos del levita estaban bien cargados. No podía faltar vino de buena calidad. Así pues, una vez que comieron, los dos hombres bebieron para alegrarse el corazón hasta altas horas de la noche. En esta vida todo tiene límites, incluso el amparo del Ilimitado. ¿Cómo? Los habitantes de la ciudad observaban costumbres parecidas a los antiguos habitantes de Sodoma y Gomorra. En efecto, te has dado cuenta, cualquiera lo haría, de que este relato presenta similitudes con la historia de Lot. Los habitantes de Guibeá eran tan perversos como los de Sodoma, el anciano que ofreció refugio al levita era un forastero en aquella ciudad, todo ocurre bajo la espesa oscuridad de la noche. Pero aquí no habrá ángeles salvadores. Este relato, a diferencia del Lot, ha de terminar en tragedia. Los hombres estaban muy contentos bebiendo, ambos más allá del bien y del mal en lo que al alcohol se refiere, cuando los habitantes de la ciudad llamaron ruidosamente a la puerta. “Haz salir al hombre que ha entrado en tu casa, para que lo conozcamos”, dijeron. ¿Acaso no podían conocerse a primera hora en la mañana? Las palabras siempre contienen más de lo que expresan. Por lo menos en las traducciones castellanas de la Sagrada Escritura, el verbo conocer no solo implica el acto que perfecciona al intelecto, sino también, abundan los ejemplos, se refiere al acto sexual. Así, encontraremos en varias partes que tal o cual mujer “no ha conocido varón”, lo cual no significa que ignore la dualidad sexual existente en la raza humana, sino que, precisamente, no ha tenido relaciones sexuales con un hombre. Así las cosas, los habitantes de esta malvada ciudad llegaron hasta las puertas del anciano y exigieron conocer al extranjero. Supongo que el levita estaba al tanto de la terminología, de otra forma no se hubiese asustado tanto. En fin, la cortesía, afirman quienes entienden del asunto, no debe perderse nunca, por adversa que sea la situación. Por eso el anciano, celoso hasta el extremo de sus deberes de anfitrión, dirigiéndose a los intrusos dijo: “No, hermanos míos; no os portéis mal. Puesto que este hombre ha entrado en mi casa no cometáis esta infamia”. Hasta aquí todo va muy bien. El viejo se ha ganado nuestro apoyo. Después de todo, muchos confiamos en que la razón y la verdad prevalecerán. No obstante, lo que sigue nos dejará con la boca abierta: “Aquí está mi hija, que es doncella. Os la entregaré. Abusad de ella y haced con ella lo que os parezca; pero no cometáis con este hombre semejante infamia”. Imagina a la pobre muchacha oyendo la insensatez de su padre, muerta de miedo, esperando lo peor. Como si abusar de una pobre mujer no fuese infamia alguna. Si la intrusión de un miembro incircunciso es abominable en situaciones, digamos, normales, ¿qué se puede esperar de semejante aberración en situaciones anormales? Y aquí la palabra anormal, con tu perdón, significa más de lo que expresa a simple vista si tenemos en consideración las tres primeras letras del vocablo. No te enfades, querido amigo. Evitaré este tipo de detalles. Ahora permite que prosiga. Pues bien, como era de esperarse, los malvados habitantes de la ciudad rechazaron la generosa oferta del anciano (después de todo, a lo mejor no eran tan perversos como suponemos) y, violencia inminente, se dispusieron a satisfacer sus deseos. Pero, como decía hace poco, la cortesía, querido amigo, debe prevalecer ante cualquier circunstancia. Por eso el levita, no deseando causar problemas a su amable anfitrión, tomo a su mujer y se la dio a aquellos hombres. Los felones estuvieron satisfechos, pues la mujer era joven y de buen ver, muy probablemente de mejor ver que la hija del anciano. Así pues, “ellos la conocieron.” Ya sabemos lo que significa esa palabra en el actual contexto: “la maltrataron toda la noche hasta la mañana y la dejaron al amanecer.” Lo cual, en buen cristiano quiere decir que abusaron de ella tumultuariamente, que la violaron una y otra vez hasta que se cansaron y sus alevosos sexos quedaron exangües.
Una historia horrible, ¿no crees? Pero lo espantoso de la historia apenas está por comenzar. Veo que estás indignado. Cualquiera lo estaría. Pero déjame contarte cómo acabó el asunto. Una vez que la mujer fue llevada a no sé dónde, el levita y el anciano se fueron a la cama y durmieron. Ahora dime tú, quién demonios podría dormir en semejantes circunstancias. De acuerdo, el sagrado texto no dice que se fueron a dormir, pero no hace falta ser sibila ni profeta para suponerlo, porque el texto dice que “Por la mañana se levantó el levita, abrió las puertas de la casa y salió para continuar su camino”, así, tan tranquilo. La pobre mujer, después de tan horrible tortura, logró llegar hasta la casa del anciano, y ahí quedó tumbada en el piso. Entonces la vio el marido, y ya sabes lo que dijo. ¿No lo recuerdas? Así empezó este relato. El levita dijo: “Levántate, vámonos”. La pobre mujer ni siquiera fue capaz de pronunciar palabra. La desgraciada estaba medio muerta, batida en lodo y sangre, llena de laceraciones, el sexo partido en pedazos, su belleza arrebatada, ida con el viento del Desierto, perdida en los misterios del Señor. ¡Qué cosa iba a poder decir! El marido la cargó y la subió a uno de los asnos. El anciano estaba tan bebido que ni siquiera salió a despedirse, de tal suerte que sólo el levita y el criado sabían que la mujer había sobrevivido. Para ser francos, dadas las sutilezas del honor y los códigos indescifrables de conductas, el levita hubiese preferido que su mujer muriera. Sabes, las cosas no siempre resultan del modo que uno las vislumbra, así que nuestro hombre comprendió su misión. Debía terminar el trabajo. Por eso cuando arribaron a casa, allá en la montaña de Efraín, el levita, tal vez siguiendo un antiguo patrón de comportamiento, tomó un cuchillo y se dispuso a desollar a su mujer, como si de un cordero se tratara. Por desventura no llegó un ángel en ese último momento para decir que todo había sido una broma. No. El hombre mató a la mujer y la descuartizó. Doce trozos. ¿Simbólicos? Tal vez. Sabemos de las doce puertas y las doce murallas de Jerusalén, de los doce apóstoles, de las doce tribus, de los doce profetas menores, de los doce frutos del árbol de la vida, de las doce estrellas de la corona de la mujer del Apocalipsis, y fuera del contexto bíblico, los doce meses del año, los doce dioses olímpicos, los doce signos del zodíaco y, por qué no, los doce caballeros de la mesa redonda. Ahora agregamos a esta lista los doce trozos descuartizados del cuerpo de la mujer del levita que fueron enviados por todo el territorio de Israel.
La situación ameritaba un acto de justicia, ¿no? No era para menos. Los israelitas vengaron el crimen y arrasaron a los habitantes de Guibeá. Sin embargo, el levita siguió tan tranquilo como aquella noche en que su mujer fue raptada. Seguramente pudo dormir sin remordimientos. La justicia del Señor es infalible. Ahora ya lo sabes, querido amigo. Si alguien te interesa, y tú sabes a qué interés me refiero, siempre podrás decirle que te gustaría conocerlo. Si ese alguien es lector de las Sagradas Escrituras, tu mensaje no encontrará ningún obstáculo. Y si acaso padeces un poco de insomnio, tal vez un acto de injusticia te ayude a superarlo.

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